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viernes, 17 de diciembre de 2010

La normalidad: orden, santidad y amor.

Siendo esta inclinación a la neurosis universal ¿Tiene sentido hablar de normalidad o de salud? ¿No tiene razón en el fondo Freud, y quienes lo siguen, al negar la posibilidad de una curación total? En absoluto. La postura de Allers está muy lejos del pesimismo psicoanalítico, que reduce la curación a la toma de consciencia del desorden, sin posibilidad de remediarlo.



En primer lugar, Allers pone de manifiesto la limitación de una concepción meramente estadística de normalidad.



Supongamos que en un país hubiera 999 hombres afectados por la tuberculosis y sólo uno que no estuviera enfermo. ¿Se podría concluir que el “hombre normal” es aquel cuyos pulmones están carcomidos por la enfermedad? Lo normal no se confunde con la media. Si pues, según la media, el hombre se decide por el instinto, esto no prueba que no pueda hacer otra cosa, ni que los valores elevados son por naturaleza débiles.[29]



Si el criterio estadístico fuera la norma decisiva, la normalidad sería la tristeza, el fracaso, la rebelión, el desequilibrio... Para Allers, el criterio de normalidad se toma del orden de la realidad, y esto ya al nivel de la medicina.



La medicina, tratando a un enfermo, no tiene solamente la intención de liberarlo de sus sufrimientos y de hacerse capaz de ganarse la vida; quiere también y sobre todo restaurar el estado “normal”, porque sabe que lo “normal” es lo que “debe” ser. [...] La medicina no puede más que aceptar, sea inconscientemente, sea incluso contra su voluntad, la idea de un ordo más allá de los hechos, un estado de cosas que no existe siempre pero que debe existir y cuya realización sólo constituye el estado “normal”.[30]



La anormalidad constituye, por lo tanto, una ruptura del orden, aunque sea para recaer en un orden inferior al debido a su naturaleza, pues el hombre no puede abolir absolutamente todo el orden de la realidad, sino el que le está sujeto.[31] El desorden y anormalidad humanos acaecen, según Allers, por tres razones: la voluntad, la alienación mental en sentido estricto, y la neurosis, que participa un poco de ambas.



La acción anormal es el resultado o de una voluntad consciente, o de una alienación mental, o de esta curiosa modificación del carácter que llamamos neurosis. Cada acción o cada conducta está determinada por su fin. Este fin es, sin excepción alguna, la realización de un valor juzgado más alto que todo otro considerado en la misma circunstancia. Las leyes que rigen la normalidad de las acciones son las del orden objetivo de los valores. La anormalidad de una acción es, en ciertos casos, causada por la ignorancia o por una visión errónea del orden. Es más o menos el caso del alienado. En otros casos -esperamos que sean muy raros- el sujeto obra contra unas leyes no sólo conocidas por él, sino contra leyes de las cuales no pone en duda la validez. Esto es entonces la rebelión abierta, el satanismo declarado. Finalmente, hay una tercera actitud que se ubica de alguna manera entre las dos precedentes: es la rebelión cuya naturaleza y existencia el sujeto mismo ignora.[32]



Hemos visto en el punto anterior, que esta última forma de desorden está virtualmente en todo hombre por el pecado original, aunque no siempre se manifieste. Por eso volvemos a la pregunta inicial ¿Es posible la normalidad? En caso afirmativo ¿En qué consiste? Allers responde de la siguiente manera.



Del hecho que la inautenticidad constituye, como a todo el mundo es dado a entender, un rasgo esencial del comportamiento neurótico, se sigue además la consecuencia de que solamente aquel hombre cuya vida transcurra en una auténtica y completa entrega a las tareas de la vida (naturales o sobrenaturales), podrá estar libre por entero de las neurosis; aquel hombre que responde constantemente con un decidido ‘sí’ a su puesto de creatura en general y de creatura con una específica y concreta constitución. O dicho con otras palabras: “al margen de la neurosis no queda más que el santo”.[33]



Esto puede sonar extraño, y en efecto, a causado muchas polémicas. Pero si se analiza bien la concepción allersiana de la neurosis, como no reducida al trastorno declarado y explícito, sino como existente radicalmente en todo hombre a causa de la naturaleza caída, estas afirmaciones son del todo lógicas (por no decir, además, que son congruentes con la experiencia cristiana). Pero Allers no se queda en la constatación, por así decir, “negativa” de la ausencia de neurosis en una vida santa o que tiende realmente a la santidad[34], sino que, “positivamente”, afirma que la auténtica “salud del alma” sólo se encuentra en la santidad.



Situándonos, pues -y para ello tenemos buenas razones-, en el punto de vista según el cual la definitiva superación de la inautenticidad, que caracteriza y define a la neurosis, no se logra sino en la vida verdaderamente santa, obtenemos esta otra conclusión: la salud anímica en sentido estricto no puede alentar más que sobre el terreno de una vida santa, o por lo menos de una vida que tiende a la santidad.[35]



De esto modo Allers supera ampliamente las mezquinas definiciones de normalidad de la psicología contemporánea, cuando las hay, incluso la de su maestro Alfred Adler. Sin embargo, asume lo que en la postura de este último hay de verdadero. Para Adler, el fin real de la vida humana, al que se contrapone el fin ficticio de la superioridad egocéntrica neurótico, está indicado por el “sentimiento de comunidad”, que impulsa al altruismo y a dar la vida por el bien común. En Adler, esta visión queda encerrada en una actitud inmanentista, de tal modo que al final termina casi por divinizar la comunidad humana.[36] En cambio, en Allers, la tendencia a la vida comunitaria, que él llama no “sentimiento” sino “voluntad de comunidad”, se cumple en el modo más pleno en la comunidad sobrenatural de los santos, en la Iglesia, que realiza totalmente la tendencia a la universalidad por su intrínseca “catolicidad”.



La educación tiene que resolver esta difícil tarea: hallar el camino que media entre aquellas medidas que pueden socavar la vivencia del valor propio, y las que propenden a instaurar una absolutización de esa misma persona. [...] Esta paradoja y antinomia (no mayor, por lo demás, que las restantes divergencias antinómicas de la vida humana) halla su expresión, o mejor, su prototipo en la pervivencia de Cristo en la Iglesia, en cuanto comunidad de los santos, pudiendo vivir también en la persona humana individual: “no vivo yo, sino Cristo vive en mí”. Así, pues, el ideal del carácter que únicamente puede satisfacer por entero las condiciones de la existencia y la naturaleza humanas -por mucho que en concreto varíe, de acuerdo con la constitución individual y la estructura cultural, nacional, situacional- debe quedar inscrito en el marco de una forma de vida que reduzca a unidad las divergencias polares de individuo y comunidad, de persona autovaliosa y totalidad fundadora de valor, de finitud creadora y vocación a participar en la vida divina. No son necesarias más aclaraciones para ver que todas estas exigencias se cumplen en una vida católica honda y exactamente entendida. Así como Katholikè no sólo se extiende sobre todas las culturas, pueblos y tiempos, sino también abarca toda la cualitativa diversidad de las personas humanas individuales, así también la vida católica, una vida según el principio católico, puede satisfacer las divergencias de nuestro ser, reduciéndolas a la unidad de contrarios. No sólo la Iglesia debería poder vivir Kat’olon -por encima de todo-, como en efecto lo hace, sino también cada uno de sus miembros.[37]



Aquello que lleva a trascender de alguna manera la soledad original en que el hombre se encuentra[38], y sobre todo su egoísmo antinatural, es la fuerza del amor. El deseo de unión substancial con el amado, sin embargo, no es posible en el nivel creatural, ni siquiera en la unión nupcial, imagen del amor por excelencia.[39] Sólo el amor de Dios es capaz colmar el deseo de unión y completud a que aspira el corazón humano.



En efecto, que el amor, actitud del yo, sea capaz de llevar al hombre a trascender su propio yo, es una cosa inimaginable. Para que el yo sea sacado de sí mismo, es indispensable la intervención de una fuerza ajena a sí mismo. Esta fuerza, el amor no puede ejercerla si no es, no solamente el acto, la pasión, la actitud del yo, sino un ser en quien el yo y el amor se confunden. Es necesario que sea el Amor sustancial, y no una modificación de un ser esencialmente diferente de él.

Cuando obra este Amor, de Dios, la unión puede ser realizada (no por las propiedades de nuestra naturaleza, sino por la gracia que viene de lo alto) a un grado que ninguna unión de aquí abajo podría producir jamás. La realización de los deseos que el amor despierta en el alma sólo es posible en el amor de Dios y por la ayuda otorgada a nuestra impotencia por la bondad del Altísimo.[40]

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